miércoles, 1 de mayo de 2013

33

         Ya he comprendido mi gran afición: me gusta soñar despierta. Me gusta imaginar, desarrollar, desenvolver en mi mente la vida de una forma más intensa, aunque cause dolor. 
             Esta madrugada me he despertado a las cinco menos cuarto o cosa así, algo angustiada, agitada y húmeda, por lo que había estado soñando. Me he ido al baño esforzándome en recordar el sueño que me producía ese malestar agrio, un escozor que parecía el de una herida recién reabierta, me irritaba el ánimo. Solo lograba recordar un cubo de agua volcado y yo recogiéndola muy disgustada. Hasta que, sentada en la taza he recordado todo lo anterior, que explica por qué estaba húmeda: había soñado con Mario. 
          La sensación del cuerpo caliente de Mario todavía estaba enganchada a mi piel, y la imagen de ambos devorándonos me clavó un vacío en el estómago. Eran las cinco de la mañana, debía relajarme o no me dormiría otra vez, pero ya era tarde. Me empeñé en recordar el sueño con él, me quedé prendida, le eché de menos. 
         En medio de la noche oscura, solenciosa, solitaria, mágica para mí, pues el resto del mundo duerme, quería recordar todo lo que había sentido, sumergirme en la herida para que el vacío no fuera en vano, quería rellenarlo otra vez con la ficción de mis sueños.
            Entonces es cuando caí en la cuenta de que eso es lo que hago con la existencia, y que es lo que hice con Mario. Soñar, soñar despierta. ¡Y pensar que yo he afirmado mil, tropecientas mil veces que no tengo imaginación! Lo que pasa es que parece que me parece inútil plasmarlo en un papel o en un lienzo, lo que me gusta es impregnar mi realidad con ella, embutirla en cada ocasión que se me presenta, con tal de vivir en ella y no en la -considerada por mí:- triste realidad. 
       Con Mario no había una intimidad increíble; era mi sueño. Yo quería que fuera increíble, sobrenatural y sigo queriendo que mi realidad sea así, por eso he soñado justamente esta intimidad con él. En el sueño, yo me metía en su cama, que era individual, y estábamos en la habitación de mi antigua casa, en la que dormía de niña. Estaba oscuro, era tarde, mi madre se había acostado ya, y yo, desnuda, me deslicé entre sus sábanas y me enganché a su piel cálida. Él también estaba desnudo y de espaldas. Era un reencuentro. El se daba la vuelta, nos abrazábamos, nos besábamos, en aquel microambiente apartado de la realidad propio de los amantes románticos, típico nuestro. Charlábamos, la acción se desarrollaba en el presente (no era el tiempo en el que estábamos juntos); me contaba cómo le va y yo le contaba que a mí no me va mal. Me cogía de las caderas y me subía encima de él, y me preguntaba sonriendo con picardía: "¿Podré penetrarte, no?", inseguro, creyendo, quizás, que dadas las circunstancias yo no quería. "Por supuesto", le respondía yo enseguida, ansiosa, como sin comprender, sin querer entender por qué lo ponía en duda; me ofendía, ya estaba tardando demasiado en hacerlo. Y lo hizo, respondiendo a mi ansiedad, de golpe, feroz, gozando. Entonces me envolví de las sensaciones del reencuentro, reconciliando la nostalgia del recuerdo de nuestro mundo y el liviano presente. Ensalivándonos, empapándonos, cambiando de postura una y otra vez, ardiendo ambos consumidos el uno por el otro. Él me ansiaba, me usaba, con su habitual expresión de odio, odio ante tanto deseo insaciable, inefable, me poseía. 
          Terminábamos cariñosos. Nos abrazábamos, comentábamos la jugada. Planeábamos ir a por otro pasado un rato y nos preguntábamos si nos habrían oído. Parece que yo sabía que era un sueño, porque yo ya empezaba a desear con toda mi alma que no se fuera, aunque nada daba a pensar que se iba a ir; yo ya quería seguir besándole, seguir chupándosela, que siguiera tocándome mil veces más, y sabía que no podía ser así. Me angustiaba la distancia entre su piel y la mía
            Entonces mi madre entraba en la habitación, como si fuera lo más normal del mundo. Iba a coger algo del suelo e irse cuando volcó un cubo de agua que había debajo de la cama, y todo el suelo se empapó. Empezó a recogerlo, yo me levanté, la reñí, y empecé a ayudarla. Sin embargo, por más prisa que me daba no había manera de recoger el agua. Yo me impacientaba. ¡Mario podía estar haciendo planes de marcharse!" Me daba ansiedad, ni el agua del suelo se recogía ni mi madre desaparecía, y estaba convencida de que no iba a acostarme otra vez con Mario, que no iba a darme tiempo.
           Con este malestar es con el que me he despertado. Recordándolo todo en la cama, no solo me he recreado y he disfrutado, conscientemente esta vez, del calor íntimo de estar con Mario, también he caído en la cuenta de que prefiero soñar que tomarme la vida en serio. Prefiero subirme por las paredes que contemplo frías, rectas, duras confiriéndoles otro tacto y otra densidad, para que se me haga más agradable la experiencia.
           Será que lo de Mario me llenó el cuerpo de sensaciones extraordinarias, sublimes, y en el fondo todo me sabe a poco, así que busco cualquier situación para volcar de nuevo mi imaginación en ella y estallar.
             

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