domingo, 28 de abril de 2013

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     Me obstaculiza la mente la idea de que el porvenir nos impida volver a renacer en cada flor que podamos encontrarnos en el camino. Sería una desgracia que las huellas del pequeño submarino de cristal que formamos un día entre mil lágrimas saladas desapareciera entre la bruma de la noche en que te quise desfigurar el rostro del alma para que yo no pudiera ver más allá del suave silbido de la brisa marina escurriéndose entre tus huesos.
     Dirán que esto no es amor, que es el dulce veneno de la vida que intenta filtrarse por los poros de tu piel para llegar a mis labios y que me lo pueda tragar; para que pueda relamérmelos una y otra vez hasta que me sangren y poder sentir su sabor dulce mezclado con el amargor de mi sangre de hiena, sintiendo cómo el dolor punzante me acerca a ti y no al contrario. No al contrario, no; no podría alejarme, no podría permitir que el color de tu sonrisa se debatiera con el azul manchado de tus ojos sin salir yo de ello malherida y satisfecha, y cojeando entre los castillos de arena que habría ido formando a nuestro alrededor para refugiarnos en ellos y que el tiempo nunca nos encontrase.
     Me gustaría decidir no volver a tocarte ni a anhelarlo pero la vida es mi esclavitud y sabes que sus cadenas, que son mariposas para ti, para mí son del color del miedo. Mataría por descifrar los códigos de tu mente que permiten que el mar sea azul y no de pesado y letal mercurio. Pero todos mis deseos y pasiones se evaporan al calor de la tenue luz del farolillo que se esconde en el punto blanco del reflejo de tu mirada cuando observas desde el rincón de la inexistencia. ¿Por qué seguir llorando cataratas de aguardiente del que bebes para emborracharte del llanto del fin del crepúsculo? Embriágate del tu color de sol, ciégate con el ámbar de los atardeceres que se esconden en la memoria de ambos.
     Y no me preguntes más, no nos preguntes más. No intentes averiguar de qué materia están hechos los cerezos que habitan en el subsuelo de mi alma sin penetrar en ella como hicimos antaño. No vuelques en tu interior el océano que ansía mi alma en los instantes en los que el amor rompe su silencio para anhelarte como los ríos el mar. Podrían estar juntos tu grandeza y mi vacío, así tu forma inundaría la forma del contorno de los límites del cerco que tan bien reconozco.
     Podríamos fundirnos para no apreciar la diferencia entre la llama de la vela y la cera que derrite, para no concebir nada más que el murmullo de las hojas secas que desecharon los árboles en otoño y que recorren todavía los callejones de mi humor de perros. Podríamos desaparecer en el hueco que queda entre las sábanas de tu lecho al despuntar el alba de los días que quedan por recorrer.

     Podríamos hacer más amenos aquellos días.               

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