Me
obstaculiza la mente la idea de que el porvenir nos impida volver a renacer en
cada flor que podamos encontrarnos en el camino. Sería una desgracia que las
huellas del pequeño submarino de cristal que formamos un día entre mil lágrimas
saladas desapareciera entre la bruma de la noche en que te quise desfigurar el
rostro del alma para que yo no pudiera ver más allá del suave silbido de la
brisa marina escurriéndose entre tus huesos.
Dirán que
esto no es amor, que es el dulce veneno de la vida que intenta filtrarse por
los poros de tu piel para llegar a mis labios y que me lo pueda tragar; para
que pueda relamérmelos una y otra vez hasta que me sangren y poder sentir su
sabor dulce mezclado con el amargor de mi sangre de hiena, sintiendo cómo el
dolor punzante me acerca a ti y no al contrario. No al contrario, no; no podría
alejarme, no podría permitir que el color de tu sonrisa se debatiera con el
azul manchado de tus ojos sin salir yo de ello malherida y satisfecha, y
cojeando entre los castillos de arena que habría ido formando a nuestro
alrededor para refugiarnos en ellos y que el tiempo nunca nos encontrase.
Me
gustaría decidir no volver a tocarte ni a anhelarlo pero la vida es mi
esclavitud y sabes que sus cadenas, que son mariposas para ti, para mí son del
color del miedo. Mataría por descifrar los códigos de tu mente que permiten que
el mar sea azul y no de pesado y letal mercurio. Pero todos mis deseos y
pasiones se evaporan al calor de la tenue luz del farolillo que se esconde en
el punto blanco del reflejo de tu mirada cuando observas desde el rincón de la
inexistencia. ¿Por qué seguir llorando cataratas de aguardiente del que bebes
para emborracharte del llanto del fin del crepúsculo? Embriágate del tu color
de sol, ciégate con el ámbar de los atardeceres que se esconden en la memoria
de ambos.
Y no me
preguntes más, no nos preguntes más. No intentes averiguar de qué materia están
hechos los cerezos que habitan en el subsuelo de mi alma sin penetrar en ella
como hicimos antaño. No vuelques en tu interior el océano que ansía mi alma en
los instantes en los que el amor rompe su silencio para anhelarte como los ríos
el mar. Podrían estar juntos tu grandeza y mi vacío, así tu forma inundaría la
forma del contorno de los límites del cerco que tan bien reconozco.
Podríamos
fundirnos para no apreciar la diferencia entre la llama de la vela y la cera
que derrite, para no concebir nada más que el murmullo de las hojas secas que
desecharon los árboles en otoño y que recorren todavía los callejones de mi
humor de perros. Podríamos desaparecer en el hueco que queda entre las sábanas
de tu lecho al despuntar el alba de los días que quedan por recorrer.
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