sábado, 27 de abril de 2013

31

           Las entidades que conforman mi persona se resisten a que sea feliz porque parece que me gusta sufrir. Soy como un mar colmando un vaso: si el tiempo, la luna, las circunstancias agitan mis pasiones me derramo y me quedo vacía; si mis aguas se mantienen quietas, serenas, tranquilas, me siento en mí misma, me contemplo y gozo de mi sosegada compañía. 
           El momento en que se agita mi mar interior es crucial, porque es aquí cuando descubro que me regocijo en el dolor de derramarme, ya que lo elijo. Fumarme un cigarrillo es hoy el ejemplo que uso como símbolo de cualquier vicio: fumar me da ansiedad, por eso hace tiempo que quiero dejarlo, pero cuando mi mar está agitado también me la quita, aunque no sin ofrecerme el doble, después. Cuando un día como hoy, gris y profundamente desolador, la lluvia agita las mareas de mi océano interior, no hallo sosiego si no es a fuerza de voluntad y aún así cuesta.
            Esta mañana me he levantado ya así. Como sé que soy así y que si me dejo llevar me derramo en lugar de apaciguarme, me he propuesto, antes de incorporarme siquiera, relajarme, aceptar, interiorizar mi desasosiego y tomármelo con amor y filosofía, con tal de no terminar peor, con ansiedad. Me he levantado, he encendido el ordenador para poner música para cantar duchándome, que me devuelve a la realidad y me tranquiliza; pero cuando me he querido dar cuenta había perdido una hora ya en el ordenador, entre una cosa y otra, enganchada a sensaciones que me distrayeran de mi desapacible existencia de hoy. Enseguida que he sido consciente he vuelto a respirar (que ya estaba olvidándome de hacerlo), he puesto música y me he metido en la ducha. Distraída con las olas de pensamientos amargos de mi mente a penas me he acordado de cantar, pero lo primero que no quería hacer era juzgarme, así que me he cosolado a mí misma, y me he dicho: "paciencia, necesitas más paciencia y amor, hoy, Carla". Y lo he hecho; me he hecho el desayuno cantando a ratos, me lo he comido mirando la tele sin ver lo que ponían, y me he forzado a leer una hora. Tanto ayer como hoy no podía concentrarme en la lectura; pasados tres párrafos caía en la cuenta de que sabía perfectamente la cantidad de cosas que puedo llegar a opinar sobre mi comportamiento pero que no sabía qué le había sucedido a la Regenta. Vuelta a empezar y así unas muchas veces que intento no contar porque si no perdería toda la calma necesaria. Al fin me concentré casi únicamente en la lectura. Pasada una hora decidí cocinar mientras cantaba de nuevo, aunque no canté y el hummus no estaba tan bueno como había ido soñando que lo estaría. Faltaban unos minutos para que llegara mi madre, así que decidí pasar al ordenador las fotos de la cámara, ya que lo tenía pendiente desde el verano. Sin duda, en el día de hoy, no ha sido muy buena idea. Había fotos del viaje a Isil y a Andora, y del verano en la ocupa, con todos y con Fran. Si brillara el sol en el cielo, la nostalgia habría impregnado de dulce miel las paredes de mi estómago, pero hoy ha querido perforármelas con deseos. Deseos de intensidad. Bienvenida.
        Empecé a engancharme. Quería verlas todas y retocarlas, y subirlas para compartir con todos la nostalgia, para no estar sola en ella. Cuantas más veía más me dolía. Más angustia, más ansiedad. Y segundo deseo al canto: quiero un cigarrillo. Esta mañana me había prometido otra vez (tampoco llevo la cuenta de estas promesas, por lo mismo de antes) no volver a fumar. Si hiciera sol nada de esto habría ocurrido, pero no lo hacía, y yo quería ver las fotos, regocijarme en el deseo punzante de vernos a Fran y a mí desnudos peleándonos, y quería hacerlo en compañía de un amargo cigarrillo que a partir de la quinta calada empezaría a quemarme el estómago, a removerme la tripa y a empujarme a ir al baño. "Carla, sabes que será un minuto de irritante placer y media hora perfectamente de erizado malestar", "da igual, quiero fumármelo". 
          Un cuarto de hora mas tarde, después de ver y girar las fotos sumida en mi amargor, caí en la cuenta de que no podía retocarlas y fui al baño. Sentada en la taza me autotranquilicé. "Lo has hecho otra vez". No me lo decía reprobándomelo, tan solo me hacía más consciente de ello codificándolo en lenguaje verbal. Pensaba en la pequeña paz que había encontrado leyendo un par de horas antes, tomándome mi tila, cuya calidez me había reconfortado y asosegado tímidamente. Ahora esa sensación se me antojaba un desecho, un consuelo vulgar. Pensar en volver a la novela para restablecer aquella paz no me tranquilizaba. Hubiese encontrado la paz entre las páginas de nuevo, a pesar de estar prendida del deseo inquieto de seguir mirando las fotos; hubiese tardado un tiempo en aquietar el bullicioso océano de mi mente motivado por mis pasiones pero lo hubiese conseguido, y una vez alejado el doloroso e intenso deseo, estaría redimida otra vez, habiendo pagado el precio de renunciar a voluntad del gozo de mirar, fumar y recordar. 
          Por fortuna, no podía retocar las fotos y además ha llegado mi madre. He vuelto al triste mundo real, que recuerdo que era muy gris, y mi madre me ha contado los infortunios que le han sucedido esta mañana. No los contaré, pero al ser tan físicos, tan reales y palpables, (no como mis metafísicos achaques), se ha sosegado un poco mi mar, o al menos se ha calmado el ruido causado por el deseo de intensidad. 
         Es entonces, cuando he caído bien bien en la cuenta de que cuando el agua de mi océano está al borde del vaso, bien al filo bien al filo bien al filo, es cuando yo voluntariamente decido que prefiero desatar las oleadas de mi mar, forzarlas a que se pierdan, a que no me mortifiquen más, mientras yo me creo que puedo calmar mi desasosiego impregnando el vaso desnudo que contenía mi mar de placeres mundanos efímeros, que me dejan de nuevo vacía, y prendida del intenso deseo de MÁS; en lugar de decidir darme el empujón que necesita mi propia persona para seguir manteniendo mis aguas, que son irremediablemente mías, en calma.
         Y ahora, rendida a la dulce intensidad de haber transmitido mi desdicha -aunque prendida e irritada-, me voy a fumar el cigarrillo que permite que este círculo no se cierre nunca y que no carezca de sentido nada de lo escrito.

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