miércoles, 8 de mayo de 2013

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La sensación de soledad, creada sin duda por la mente, es capaz de mantenerla como en un tarro de conservas embotada, en cuarentena. No fuera a ser que el virus se extendiera, y así dejara de ser ella la reina de mi estado espiritual e intelectual, dejaría de ser la reina de mi vida para ser la reina de mi cuerpo; un cuerpo sano que corrompería como hace con mi cabeza. Preferiría tener elección, y elegir la libertad, librándome de este cuerpo, engullida por el materialismo que lo corrompe, de la misma manera en que él devora todo lo que encuentra, del mismo modo en que cubre mis ojos de tantos ensueños que nubla la vista del alma -la sumerge en vinagre-. Sin duda, si la elección fuera mía y si existiera empíricamente esta enfermedad que anida en mi mente, escogería el contagio; si no me tuviera dominada la voluntad, esta se resolvería en corroer esta carne ansiosa, que no tiene más remedio que permanecer aislada, también, que no puede sino permanecer sola -con o sin soledad- el tiempo suficiente para no descomponerse impregnándose en la piel de los otros; para que las recreaciones de su desesperanzada mente no conmuevan ni el cuerpo ni el alma, con tal de que no se resuelvan en sumergirse en la bruma que quizás esconde el mar que asesinará la entidad que conforman sin que mi voluntad lo haya consentido. Huir de las consecuencias que desecha una voluntad que no existe.

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